Un día…

Hubo un día en que acuné sin tiempo, sabiendo que transcurría porque se movían las nubes. Un día en que un ser pequeño se agarraba a mi cuerpo con brazos y piernas, liberando, solo a veces, mi meñique. Un día en el que hablaba sin palabras, hipnotizada bajo su mirada líquida, colmada de curiosidad y gratitud. Un día en el que establecíamos nuestros primeros lazos.

También noches sin descanso y veladas convalecientes. Preocupaciones y errores que suplíamos sucumbiendo al cansancio, durmiendo sin horarios y nutriendo a nuestro ritmo. Ingobernables, sin más reglas que las básicas que, finalmente, lo rigen todo.

Hubo un día en que todo era tierno y la casa olía a pan de leche y luciérnagas. Un día en que la vida se reducía al presente, lo vital, que a veces era urgente y otras importante, y no sabías qué atender primero ni qué besar. Me esforzaba en no adelantarme, en no perder detalle, como si todo formase parte de un decorado cuidadosamente diseñado, incluso yo. 

Hubo un día en que cuatro pares de pies y manos descansaban unos junto a otros. Las caricias se entrelazaban y los sueños se confundían. Un día en que ir al baño sola era una odisea, o coger el teléfono o tratar de poner un calcetín a un pie inquieto. Días en que abrochabas un solo corchete por eso de ganar tiempo. Tiempo para cobijar, que era el más preciado.

Otro día llegaron las primeras palabras, las primeras intenciones, las primeras carreras a gatas. Cuando deseabas tener más ojos, más manos, más reflejos o, quizá, menos años. Las comidas, los juegos, estos zapatos ya no valen, ha salido un lunar, mañana empieza el colegio. Despegamos y, curiosamente, se acabó la ingravidez.

Aún me preguntan por qué me centré tanto en esas etapas, desplazando otros aspectos que podrían interpretarse como oportunidades. He de decir que nunca lo viví como una renuncia, fue una elección. Tal vez algún día estas situaciones sean menos comunes, porque los permisos para atender a menores se encuentren justamente regulados, permitiendo mayor flexibilidad y garantizando un respaldo laboral, que la presión social, decidamos lo que decidamos, habrá que afrontarla. Pero lo que no es visible, aún es más difícil de integrar.

Suelo implicarme en aquello que creo, y maternar es mucho más que una creencia. Sencillamente, sentía que era mi lugar, porque al alejarme se difuminaba mi identidad en aquel momento. Como si una actriz abandonase la función, dejando la obra patas arriba. Nuestra obra, por supuesto, algo que pertenece al ámbito personal y que hay tantas maneras de dirigirla como familias. Un magnífico espectáculo sin público, como el placer de bailar cuando nadie te ve.

Porque cuando cae el telón de las primeras etapas comienzas a recuperar otras facetas y la velocidad del día a día impide retener instantes. En realidad, se dispersan, todo sigue su proceso natural y tu espacio a su lado se va reduciendo con cada vuelta al sol. Nuevos horizontes con nuevos desafíos, en los que nuestra presencia continúa siendo fundamental para su desarrollo, pero no es comparable a la entrega inicial, ni tan cuestionada.

Y un día te encuentras hablando de aquello que fue y, por suerte, viviste. De lo sencilla que es la felicidad, incluso en los recuerdos.